Y llegó el gran día. Antes de que el reloj marcara las 12:00 horas en Reino Unido, Doria Ragland se bajó del coche en el que había viajado con su hija desde Cliveden House para tomar asiento en la Capilla de St George y esperar así a Meghan Markle desde uno de los lugares de honor.
Sonreía, estaba guapa y feliz, pero dio cierta pena verla sola ante la escalinata. No necesita a su padre, no necesita a un hombre, pero sí que es cierto que se hizo raro verla desfilar sola hasta que en el arco del acceso al coro la espero su suegro, el Príncipe de Gales, que caminó con ella hacia al altar. Allí le esperaba el Príncipe Harry, que retiró el velo de su rostro. Empezaron así los gestos de amor y complicidad entre los Duques de Sussex que tanta emoción han provocado.
Y emoción es precisamente lo que vivió Doria Ragland. La única representante de la familia de la novia lució un bonito vestido de Oscar de la Renta, lució también piercing, y de paso lució unos ojos vidriosos de los que terminaron brotando algunas lágrimas al ver un momento tan importante.
En una boda en la que hubo muchas risas y resultó un tanto atípica, la única que se emocionó, o a menos que lo mostró, fue la madre de la novia. Mientras, la Reina Isabel se mantuvo impertérrita durante la ceremonia. Tanto Doria Ragland como el Príncipe Carlos fueron a firmar junto a los novios antes del final del enlace, momento en el que se vio un gesto de cariño entre los dos consuegros al tomarse la mano. A la salida, la estadounidense salió junto al Príncipe de Gales y la Duquesa de Cornuales.