Pero años después la anciana soberana también muere - el 22 de enero de 1901 - y el encargado de sucederle al frente de la Familia Real Británica es su hijo, coronado como Rey Eduardo VII de Inglaterra. Un nuevo monarca dispuesto a romper lazos con el pasado, aunque eso implique abandonar a su hermana y a los hijos de ésta. La Princesa Beatriz, en efecto, vio su peso relegado en la Corte Británica una vez que faltó su madre y su hermano mayor ascendió al trono. Los Battenberg pasaron así a la última fila de la Familia Real.
Una candidata poco apropiada
Aún así, fueron invitados a la histórica recepción que Eduardo VII ofreció al Rey Alfonso XIII de España con motivo de la visita de éste a Londres en 1905. Se trataba de la primera vez que un monarca español pisaba suelo inglés desde Felipe II en el siglo XVI, por lo que nadie podía faltar. Efemérides históricas aparte, lo cierto es que uno de los objetivos de la visita era encontrar una esposa para el joven rey y las princesas inglesas estaban entre las favoritas.
Será en el último día de la visita cuando se formalice en cierto modo su noviazgo: "Fue en el último baile en palacio donde me dijo 'Espero que no me olvides' y yo con mucha dignidad le contesté 'No es fácil olvidar la visita de un rey'. Luego me preguntó si coleccionaba postales y me dijo que cada semana me mandaría una. Durante ocho meses me envió una postal por semana".
Unos ocho meses que para la pareja fueron poco menos que idílicos pero que estuvieron llenos de conflictos y negociaciones entre sus respectivas familias. En primer lugar, Eduardo VII tuvo que conceder a su sobrina el tratamiento de 'Alteza Real' del que carecía por nacimiento pero necesario para poder casarse con un rey. Pero la mayor traba vendría por parte de la Corte española y especialmente de la mujer que la lideraba con mano de hierro por aquel entonces: la Reina María Cristina.
Desde el primer momento no vio con buenos ojos esta unión principalmente por la religión de su futura nuera: el anglicanismo. Problema que se solucionó con la conversión de Ena al catolicismo, pero que aún así pareció no ser suficiente para la viuda de Alfonso XII; quien consideraba a los Battenberg unos royals 'de segunda' en comparación con la vieja Dinastía Hasburgo de la que ella procedía. Aún así no pudo hacer nada para evitar el compromiso.
Pero, sin duda alguna, el mayor inconveniente que la princesa inglesa presentaba era la enfermedad genética asociada a su familia: la hemofilia. Un padecimiento muy común entre los descendientes de la Reina Victoria y que se traducía en pérdidas incontrolables de sangre y que, en la mayoría de los casos, podía llegar a provocar la muerte debido a hemorragias internas imposibles de frenar. Todo apunta a que Alfonso XIII fue avisado de ello, pero aún así siguió adelante con su decisión sin tener en cuenta las nefastas consecuencias que esto tendría en un futuro no muy lejano.
Una bienvenida sangrienta
La boda se celebró el 31 de mayo de 1906 en la iglesia de San Jerónimo el Real de Madrid, engalanada para la ocasión con toda la pompa y el boato. Y es que no era para menos: muy pocas veces un rey en el ejercicio de su cargo se casa. Normalmente la boda se produce antes de la ascensión al trono, por lo que desde el mismo instante en que pronunció el 'sí, quiero' Victoria Eugenia de Battenberg se convirtió oficialmente en la nueva reina consorte de España.
Alfonso XIII había recibido varios avisos sobre un posible atentado y las medidas de seguridad fueron extremadas al máximo, hasta el punto de que no se permitió acceder a la prensa al interior del templo. Una vez dentro el rey tuvo que esperar a su prometida durante 35 largos e impacientes minutos. Al final ésta apareció impecablemente vestida con un velo cedido por su suegra y con el que posteriormente se casaría su bisnieta, la Infanta Cristina, con Iñaki Urdangarin en 1997.
Tras la ceremonia todos creyeron que ya no había ningún riesgo, por lo que los novios abandonaron la iglesia con la intención de pasearse en carruaje por las principales calles de Madrid. Nadie se esperaba que a la altura del número 88 de la Calle Mayor el anarquista Mateo Morral lanzaría desde una ventana una bomba escondida en un ramo de flores. El artefacto no llegó a caer de lleno en el carruaje, pero provocó la muerte de más de veinte personas y dejó a otras tantas heridas de entre el séquito que acompañaba a los recién casados.
El vestido de la flamante novia se manchó de sangre, pero en una muestra de firmeza decidió no quitárselo durante la recepción oficial una vez llegados al Palacio Real. Esa fue su forma de homenajear a los fallecidos y ella misma lo recordaría así: "Solo fue al final de la calle cuando me arrojaron flores. Mi marido me dijo que lo había prohibido, pero que ya no había peligro. No tuve ni tiempo de preguntar de qué peligro se trataba. Les puedo asegurar que no fue agradable bajar y ver toda aquella sangre". Sin duda, un preludio de lo que vendría después...
Una reina a la que no quisieron ni su marido ni su pueblo
Aunque el día de su boda se juraron fidelidad mutua, Alfonso XIII no tuvo el más mínimo reparo en romper sus votos matrimoniales y prácticamente desde sus primeros días de casado comenzó una vida licenciosa llena de amantes. Lo mismo habían hecho su padre, su abuela y tantos otros miembros de la familia Borbón. Una tradición que desafortunadamente se prolongaría también a las futuras generaciones.
Algo que en parte podría justificarse en que, según la biografía que la periodista Pilar Eyre escribió en 2009 sobre la Reina Victoria Eugenia, el rey padecía satiriasis. Una patología que se traduce literalmente en una "apetencia sexual insaciable en el varón". O lo que es lo mismo: Alfonso XIII era adicto al sexo. Su esposa, incapaz de saciar ese apetito sexual, se vio resignada a tener que aceptar que el rey tuviese notorias amantes e incluso numerosos ilegítimos. El más conocido sin duda Don Leandro de Borbón, fallecido en 2016 y fruto de su relación con la actriz Carmen Ruíz Moragas.
Una crisis matrimonial en toda regla a la que no hizo más que contribuir el hecho de que Victoria Eugenia fuese incapaz de darle un hijo varón sano. Como ya se sabía, ella era transmisora de la hemofilia y por desgracia ésta se materializó en dos de sus hijos: el Príncipe Alfonso (1907) y el Infante Gonzalo (1914). Sus dos hijas Beatriz (1909) y María Cristina (1911) a su vez, por el hecho de ser mujeres, eran también transmisoras de la enfermedad. En cuanto al Infante Jaime (1908), aunque nació sano a los cuatro años se volvió sordo por una mastoiditis mal curada. El único de los seis hijos de los reyes que nació sano fue el Infante Juan (1913). Alfonso XIII siempre culpabilizaría a su esposa de haber infectado la genética de la Familia Real Española con la hemofilia.
En lo que respecta al ejercicio de sus funciones como reina consorte, Victoria Eugenia tampoco gozaría nunca del cariño del pueblo español. Se la consideraba demasiado británica y muy alejada de las costumbres típicamente españolas, como por ejemplo las corridas de toros. De hecho, las consideraba tan brutales que gracias a ella los caballos del picador llevan desde entonces una funda metálica con la que se previene un desgarramiento en casa de cornada. Un logro no siempre reconocido.
Mucho más reconocida sería su labor benéfica y sobre todo su involucración en la Cruz Roja, de cuya Asamblea Suprema era presidenta. Esta organización le debe a la esposa de Alfonso XIII la profesionalización de su cuerpo de enfermeras. Anteriormente éstas eran simplemente voluntarias, pero fue de Victoria Eugenia de quien surgió la idea de crear un auténtico cuerpo profesional que se denominó Cuerpo de Damas Enfermeras y que implicó la creación de la Escuela de Enfermeras. También se involucraría de manera activa en la construcción del Hospital de la Cruz Roja, inaugurado en 1918.
Todo ello no consiguió que se ganase el afecto del pueblo, que la veía como una estatua hierática e indiferente. Una percepción que ni a ella misma se le escapaba a tenor de unas declaraciones que hizo muchos años después, estando ya en el exilio: "Yo hice cuanto pude y puse de mi parte para agradar a los españoles. Si en alguna medida no lo conseguí, no fue ciertamente por no haber hecho cuanto de mí dependía para lograrlo".
Los largos años de exilio
Tras varios años de creciente agitación política en España, el 14 de abril de 1931 se proclamó la Segunda República. Alfonso XIII renunció a la Jefatura del Estado con el fin de evitar una Guerra Civil y partió ese mismo día hacia el exilio. Sin embargo, su esposa y sus hijos se quedaron en el Palacio Real durante una de las peores noches que se recuerdan en la historia de la monarquía en España.
Al parecer fue el propio rey quien le dijo a su esposa que se quedase esa noche porque los revolucionarios no tenían nada en su contra. Sin embargo, no llegó a salir el sol antes de que el resto de miembros de la Familia Real Española se vieran forzados a huir del palacio. Así lo relató la propia Reina Victoria Eugenia: "Durante la noche escuche gritos fuertes y yo pensaba 'Dios mío, ¿qué estará pasando?'. Me dijeron que habían izado en palacio la bandera republicana. A las 5 de la mañana una de mis doncellas me dijo que el señor Joaquín Santos (amigo de mi marido) quería verme urgentemente. Me puse la bata y le pregunté: '¿Es verdad que hay una revolución?'. Él me dijo que tenía que marcharme lo más pronto posible".
Fue así cómo de manera casi precipitada se sucedieron los acontecimientos que marcaron las últimas horas de la Reina Victoria Eugenia en España. Entre el revuelo de idas y venidas, preparativos y embalajes, ella tiene claro cuál fue el recuerdo que más le impactó de su partida al exilio: "Una de las cosas más patéticas ocurrió al bajar a la explanada, frente a las caballerizas. Allí estaba la Guardia Real y todos me hicieron el último saludo cuando pasé. Me giré y les vi con la cabeza agachada y abatidos".
De Madrid partieron en coche hacia la estación ferroviaria de El Escorial y ahí tomaron un tren que les llevó a Hendaya, donde se subieron a un nuevo tren que les llevó de manera definitiva a París. La capital francesa sería la primera parada del exilio de la Familia Real Española, donde estuvieron varios años hasta que la crisis matrimonial que existía entre los reyes convirtió la situación en insostenible. Harta de años de infidelidades y desplantes, la Reina Victoria Eugenia le dijo a su marido: "No quiero volver a ver tu fea cara nunca más".
Y en efecto ya nunca más volverían a verse las caras. Pudieron haberlo hecho cuando Alfonso XIII estaba en su lecho de muerte en 1941, pero pidió expresamente que no dejasen entrar a su esposa a la habitación donde desfallecía. Eso ocurrió en Roma, donde el rey fijó su residencia después de París. Su mujer, por su parte, lo hizo primero en Londres y ya de forma definitiva en Lausana (Suiza).
En el país helvético la exreina adquirió un palacete llamado 'Villa Fontaine' con parte de la herencia que recibió de una amiga fallecida. Y es que, aunque no se pueda decir que estaba escasa de recursos, lo cierto es que su economía tampoco brillaba por el exceso de capital: tuvo que vender gran parte de sus joyas personales para sobrevivir y su único ingreso oficial era la pensión de 250.000 pesetas (que luego ascenderían a 700.000) que el gobierno español le pagaba anualmente.
Su vuelta a España para despedirse
En los más de 35 años que la Reina Victoria Eugenia vivió en el exilio, únicamente vino a España una vez y por una razón de peso: el bautizo de su bisnieto el Príncipe Felipe de Borbón y Grecia. El hijo varón de los por entonces Príncipes Juan Carlos y Sofía era un símbolo de continuidad dinástica en unos tiempos en los que ésta estaba en entredicho por la ambigüedad de Francisco Franco a la hora de nombrar a su sucesor. Era la ocasión perfecta para volver, además de que su nieto 'Juanito' le había pedido expresamente que fuera la madrina de su primer y único hijo varón.
La tan señalada fecha fue el 7 de febrero de 1968. La que fuera reina de España durante 25 años regresaba por fin y los nervios estaban a flor de piel. Según el relato de su biógrafo Marino Gómez-Santos, la reina brindó con champán cuando las azafatas le comunicaron que habían cruzado los Pirineos, pero no pudo evitar las lágrimas: "Han pasado tantos años... ¡Seguro que ya nadie me recuerda!"
Lo que ni ella ni nadie se habrían imaginado nunca era el multitudinario recibimiento que recibió en el madrileño aeropuerto de Barajas, a donde se trasladaron miles de personas dispuestas a demostrarle su lealtad. Hubo hasta dos horas de caravana en las carreteras cercana debido a la masificación de gente. Aquello acabó convirtiéndose en todo un acto de exaltación a la monarquía que sobrepasó notablemente la capacidad de censura del régimen franquista.
Durante los contados días que estuvo en Madrid, Victoria Eugenia se alojó en el Palacio de Liria, residencia de su ahijada la Duquesa de Alba. Allí precisamente Cayetana Fitz-James Stuart se propuso homenajear a su madrina y organizó un besamanos al que tuvo acceso todo aquel que quisiera. La reina estuvo durante varias horas sentada saludando a las más de 20.000 personas que se acercaron a verla.
El momento culmen de esta particular jornada sería el propio bautizo del Príncipe Felipe. Al fin y al cabo, ese había sido el verdadero motivo que la llevó allí. Se trató de una ceremonia casi estrictamente familiar celebrada en el Palacio de La Zarzuela con la presencia de prácticamente todos los Borbón y Grecia. Aunque hasta allí se desplazaron también el propio Francisco Franco y su esposa Carmen Polo. Ni corta ni perezosa, la Reina Victoria Eugenia no vaciló y se llevó al dictador a un aparte donde le dijo: "Ya tiene usted tres donde elegir".
Por desgracia, la reina no vivió lo suficiente para conocer el veredicto final de Francisco Franco: falleció en su residencia de Lusana el 15 de abril de 1969 y no fue hasta el 22 de julio de 1969 cuando el dictador nombró a Don Juan Carlos su sucesor a título de rey. El destino quiso que la Reina Victoria Eugenia falleciese exactamente el mismo día en que se cumplían 38 años de su partida hacia el exilio. Cuán macabra esa veces la Historia...