Álvaro Vargas Llosa ha escogido la escritura para despedirse de su padre en una carta publicada por El País. Lo ha hecho desde un rincón discreto de Europa, donde una parte de las cenizas de Mario Vargas Llosa reposan, la otra ha quedado en Lima, en esa raíz que lo vio crecer. No hubo ceremonias religiosas, ni grandes discursos públicos, solo palabras. Palabras que construyen un retrato íntimo y profundamente humano de uno de los escritores más grandes de la lengua española.
Álvaro, que no cree en el más allá, se preguntó qué queda cuando ya no queda nada. Y la respuesta la encontró en Victor Hugo, cuando escribió que "la carne desaparece, pero la idea permanece". Y así sobrevive Mario Vargas Llosa: en la mente de quienes lo leyeron, lo amaron o lo criticaron. Está en las calles de esa Lima de los años 50, muy diferente a la actual, en la selva amazónica que describió , en los personajes que creó y en cada defensa las libertades individuales. Vargas Llosa vive en su literatura, y con él, sus ideas.
El iluso, el franco y el hidalgo: así lo describió
En la carta, Álvaro lo llama "Varguitas", ese apodo que suena más cercano, más humano. Frente a su cuerpo ya sin vida, decidió hablar solo, sin micrófono, porque sentía que tenía que ser él y solo él, quien dijera esas palabras. En ese discurso, destacó tres rasgos de su padre: el iluso, el franco y el hidalgo. El iluso es el que, una noche, se lanzó a enfrentar a unos supuestos ladrones armado con una pantufla, como si fuera una espada. Luego, la franqueza: a veces dolorosa, como cuando le dijo sin anestesia que sí, que uno podría quedarse mudo si no sabía hablar inglés, justo antes de mandarlo a estudiar a un internado. Y finalmente, el hidalgo, un hombre que, a pesar de las peleas y distancias, terminó pidiendo perdón a su hijo en una columna de periódico, con una humildad que conmovió a todos.
Pero no todo en la carta es drama. También hay detalles pequeños, que describen al escritor en su vida más cotidiana. El hombre que odiaba las aceitunas. El que se encerraba en el baño durante la campaña presidencial para leer a Góngora. El que amaba el cine como un adolescente. El padre que forzaba a sus hijos a leer esperando que algún día les gustara. Todo eso también era Mario Vargas Llosa. Y Álvaro lo sabe. Por eso le habla desde la carta como quien habla con un amigo que ya se ha ido, diciéndole en voz baja: "Te equivocas, este diálogo continúa".
En los últimos días, cuando la muerte se iba acercando cada vez más, Vargas Llosa sonreía. Escuchó a Rimbaud y dijo que recordaba el ritmo, pero no las palabras. Y quizás eso también es parte de su legado: no solo lo que dijo, sino cómo lo dijo. La pasión con la que vivió, escribió y discutió. Ahora, con las cenizas divididas en dos continentes, Álvaro reconoce la ironía de la vida: mientras él lloraba la muerte de su padre en Lima, su pareja lo dejaba sin una sola palabra. "Todo drama tiene algo de comedia", concluyó.